Era temprano, se despertó sobresaltado. Aquellas
imágenes volvían una y otra vez a su cabeza. Se sentó al borde de la cama. Tomó
el libro que tenía sobre la mesita y lo abrió por la primera página:
“A Octavio, mi inspiración.
Florece hoy
el otoño de
la vida,
las hojas
caen.”
Los recuerdos de aquel verano en que conoció a Ryoko llenaron sus ojos de lágrimas.
Su llegada al pueblo fue todo un acontecimiento. Aquella
japonesa de grandes ojos negros como aceitunas no dejaba a nadie indiferente.
Su cabello color azabache le llegaba hasta la cintura, lacio, brillante, y el
flequillo recto que casi tapaba sus ojos le daba un toque inocente, aunque su
mirada, profunda, era fiel reflejo de la amplia experiencia que aquella exótica
mujer llevaba a sus espaldas.
Octavio la recibió en la Plaza Mayor. Ella se había
puesto en contacto con él con el fin de alquilar para todo el verano la casa
que tenía en las afueras del pueblo. Ryoko llegó puntual, enfundada en un
sencillo vestido de tirantes, buscó con la mirada a Octavio. Se presentaron,
apenas hablaba unas cuantas palabras en español. Se entenderían mejor en
inglés.
Fueron paseando hasta la casa, era antigua, heredada
de sus padres, pero la mantenía en perfectas condiciones. Ryoko apenas hablaba,
pero parecía que le había gustado, se inclinaba continuamente en señal de
agradecimiento.
Días después se acercó a visitar a su inquilina, no
había tenido noticias suyas desde la llegada. Detuvo el motor del coche y
escuchó música. La ventana del salón estaba abierta y se escapaba hacia el
jardín una dulce melodía. La identificó rápidamente, era el conocido Canon de
Pachelbel, él también era amante de la música clásica. Llamó al timbre de la
puerta y enseguida la japonesa le recibió con una inclinación de cabeza. Le
invitó a pasar, bajó el volumen de la música y le ofreció un té, que Octavio
aceptó encantado. Aquella señora debía tener su edad, rondaría la cincuentena,
pero su cuerpo delgado y esbelto la hacía parecer mucho más joven.
Octavio intentaba entablar conversación, pero ella
le contestaba con respuestas cortas, era tímida, o quizá era la diferencia
cultural lo que a él le parecía timidez. Poco a poco y casi sin darse cuenta, la
charla comenzó a fluir. Hablaron de sus trabajos, ella era escritora y, según le
contó, bastante conocida en el país del sol naciente. Precisamente había
llegado a parar ese verano a su pueblo, a su casa, para concentrarse en
escribir un nuevo libro, un libro de haikus. Ante la mirada interrogante de su
interlocutor, Ryoko le explicó que un haiku era un poema breve tradicional
japonés. Hablaron de sus hijos, de su infancia, del pueblo, de Japón,… empezaba
a atardecer cuando decidieron salir a dar un paseo por los alrededores, el
paisaje que rodeaba a la vivienda era de ensueño. Siguieron charlando y riendo
durante horas, tomaron una cena ligera que se alargó con una copa en el sofá. Octavio
cayó en la cuenta de que acababa de conocer a unas de esas personas especiales,
de las que nunca olvidas.
Tras aquella primera noche, vinieron muchas más y
ambos entablaron una fuerte amistad. Hacía ya tres años de aquello, tres
veranos maravillosos en los que ambos habían disfrutado de su mutua compañía. Alguna
vez se le pasó por la cabeza que aquella relación pudiera ir un poco más allá, pero
sabía que a su edad esas cosas ya no ocurrían.
Todavía no podía creer lo que habían visto sus ojos
el día anterior. Llegó a la casa, como tantas otras veces, detuvo el motor de
su coche, escuchó la música que en tantas ocasiones había escuchado. “Ryoko
está escribiendo”, pensó, “siempre lo hace escuchando este canon.”
Se acercó a la puerta, estaba abierta. Una sonrisa
se dibujó en su rostro, le estaba esperando para salir a dar su habitual paseo
vespertino. Cruzó el salón, sobre la mesa estaban sus notas, sus bolígrafos, su
máquina de escribir. Delante de la mesa, una silla vacía.
“¡Ryoko!”, levantó un poco la voz para que pudiera
oírle por encima de la música. Entró en la cocina. Estaba tirada en el suelo, inerte,
con la cabeza ladeada y su pelo color azabache tapándole la cara, como si no
quisiera que él viera lo que le habían hecho. Ese delgado y esbelto cuerpo
parecía ahora tan débil y pequeño. Octavio la cogió entre sus brazos, retiró el
cabello de su cara y, por fin, la besó.
Johann Pachelbel Canon in D Original Instruments from Voices of Music on Vimeo.
Hola Merche.
ResponderEliminarTe felicito por tu relato, sabes trasmitir la tristeza y melancolía a la perfección. He puesto a reproducir el canon mientras leía y ha sido un complemento ideal. El asesinato prácticamente ha sido una escusa para simbolizar la despedida y el tiempo que han perdido. Muy recomendable. Intentare leerte a menudo.
Un saludo y nos leemos.