El ascensor estaba
estropeado. Con lo cansado que estaba a esas horas de la noche, me disgustó la idea de subir andando los ocho pisos
con sus ciento sesenta y seis escalones. Los había contado en más de una ocasión.
En el edificio reinaba la calma, era
tarde y probablemente todos los vecinos dormían o se disponían a hacerlo. Sólo
se escuchaban mis pasos. Cincuenta y ocho. Cincuenta y nueve. Parecía que no
iba a llegar nunca. Quizá si no contara cada escalón y me distrajese pensando
en algo bonito… Ochenta. Ochenta y uno. El dolor de piernas quería obligarme a
parar, pero ya quedaba tan poco. Me faltaba el aliento. Tenía que dejar de
fumar, pero tendría que proponérmelo con firmeza, porque lo había intentado en
tantas ocasiones que era un misterio
cómo no lo había conseguido todavía. Ciento doce. Ciento trece. Ciento catorce. Sí,
definitivamente, tenía que dejar de fumar. Y hacer más ejercicio. Cualquier día
de estos me armaría de valor, me compraría unas buenas zapatillas y me
apuntaría al gimnasio. Ciento sesenta y cinco… y ciento sesenta y seis. Apoyé
las manos sobre las rodillas y descansé unos segundos. Sólo podía pensar en
quitarme toda la ropa y meterme por fin en la cama. Llegué a la puerta de casa.
Octavo derecha. Metí la mano hasta el fondo del bolsillo. No podía ser cierto.
La llave no estaba allí. Me la había
dejado olvidada en el coche, aparcado en la calle, en la planta baja, ocho pisos
más abajo, ciento sesenta y seis escalones atrás.
sábado, 11 de octubre de 2014
viernes, 10 de octubre de 2014
En tren
Cogí el primer tren de la mañana, el que me llevaría
al trabajo, como cada día. Lo que no podía imaginar es que nunca llegaría. No.
Aquel día no llegaría a mi destino.
Subí al vagón número 3, aunque mi billete indicaba
otro. Había poca gente, algo inusual, y por ello decidí quedarme allí mismo.
Una anciana con el pelo como algodón estaba parada en medio del pasillo,
intentado sin éxito colocar su maleta en algún lugar. No había a nuestro
alrededor nadie más que yo, así que la ayudé a subir su bolso a la zona del
equipaje.
— ¿Qué hay dentro?—, le pregunté a la señora aun a
riesgo de ser indiscreta. El peso del bolso, prácticamente nulo, no encajaba
con su enorme tamaño.
— Sólo un par de pañuelos de seda. A donde voy, no
necesito mucho más… —, la anciana me sonrió con nostalgia e hizo ademán de
sentarse en el hueco más cercano.
Me coloqué un par de filas más adelante y dejé
descansar mi portadocumentos en el asiento contiguo. No tenía ganas de charla
aquella mañana y lo último que quería es que alguien se sentase a mi lado. A
través del cristal, observé las últimas estrellas de la noche apagándose
mientras dejaban paso al amanecer.
El tren inició la marcha. Me dejé caer en el
respaldo del asiento y cerré los ojos. Nunca dormía en el tren, pero estaban
tan cansada… Interrumpió mi duermevela un inglés, que irrumpió en el vagón vociferando
a través de su teléfono móvil. Después de los años que había vivido en el Reino
Unido, reconocía el acento allá donde iba. Parecía alguien importante, aunque
quizá no lo fuese: vestía un traje caro, era alto, corpulento y bien parecido.
Cruzó el vagón a paso ligero y salió por la puerta de atrás, dejando que el
silencio inundara de nuevo el lugar.
Entre unas cosas y otras, me había distraído, pero
echando un vistazo al paisaje, ese paisaje escarpado que conocía de memoria,
supe que no faltaba mucho para llegar.
Sentí un fuerte golpe, como si el tren hubiese cogido
un… ¿bache? Al segundo siguiente, noté cómo volaba de mi asiento, el
portadocumentos me golpeó en la cabeza, di dos o tres tumbos por el vagón… no
sabía si estaba de pie o del revés. Todo daba vueltas… y yo sólo quería que
parase, que todo volviese a su lugar… y paró. Caí como un peso muerto sobre el
techo, que ahora yacía sobre el suelo. Me notaba entumecida, no podía moverme.
Giré la cabeza unos centímetros y vi a la anciana del cabello de algodón,
inerte, apoyada contra su maleta.
Miré por la ventana. Los primeros rayos de sol se
abrían paso entre las montañas. Puse toda mi atención en tratar de escuchar,
pero no oía nada: ni un quejido, ni un grito. Había una paz que en cualquier
otro momento hubiera agradecido. Un teléfono comenzó a sonar a poca distancia.
¿Sería el del inglés? ¿Sería capaz de contestar e informar a alguien del
accidente?
Nunca perdí la esperanza de que vinieran a rescatarme.
Me mantuve fuerte durante horas, hasta el final, hasta que no pude más y caí en
un profundo sueño… el último.
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