sábado, 11 de octubre de 2014

Las palabras de Pablo




El ascensor estaba estropeado. Con lo cansado que estaba a esas horas de la noche, me disgustó la idea de subir andando los ocho pisos con sus ciento sesenta y seis escalones. Los había contado en más de una ocasión. En el edificio reinaba la calma, era tarde y probablemente todos los vecinos dormían o se disponían a hacerlo. Sólo se escuchaban mis pasos. Cincuenta y ocho. Cincuenta y nueve. Parecía que no iba a llegar nunca. Quizá si no contara cada escalón y me distrajese pensando en algo bonito… Ochenta. Ochenta y uno. El dolor de piernas quería obligarme a parar, pero ya quedaba tan poco. Me faltaba el aliento. Tenía que dejar de fumar, pero tendría que proponérmelo con firmeza, porque lo había intentado en tantas ocasiones que era un misterio cómo no lo había conseguido todavía. Ciento doce. Ciento trece. Ciento catorce. Sí, definitivamente, tenía que dejar de fumar. Y hacer más ejercicio. Cualquier día de estos me armaría de valor, me compraría unas buenas zapatillas y me apuntaría al gimnasio. Ciento sesenta y cinco… y ciento sesenta y seis. Apoyé las manos sobre las rodillas y descansé unos segundos. Sólo podía pensar en quitarme toda la ropa y meterme por fin en la cama. Llegué a la puerta de casa. Octavo derecha. Metí la mano hasta el fondo del bolsillo. No podía ser cierto. La llave no estaba allí. Me la había dejado olvidada en el coche, aparcado en la calle, en la planta baja, ocho pisos más abajo, ciento sesenta y seis escalones atrás.

viernes, 10 de octubre de 2014

En tren



Cogí el primer tren de la mañana, el que me llevaría al trabajo, como cada día. Lo que no podía imaginar es que nunca llegaría. No. Aquel día no llegaría a mi destino. 

Subí al vagón número 3, aunque mi billete indicaba otro. Había poca gente, algo inusual, y por ello decidí quedarme allí mismo. Una anciana con el pelo como algodón estaba parada en medio del pasillo, intentado sin éxito colocar su maleta en algún lugar. No había a nuestro alrededor nadie más que yo, así que la ayudé a subir su bolso a la zona del equipaje. 

    ¿Qué hay dentro?—, le pregunté a la señora aun a riesgo de ser indiscreta. El peso del bolso, prácticamente nulo, no encajaba con su enorme tamaño.
    Sólo un par de pañuelos de seda. A donde voy, no necesito mucho más… —, la anciana me sonrió con nostalgia e hizo ademán de sentarse en el hueco más cercano.

Me coloqué un par de filas más adelante y dejé descansar mi portadocumentos en el asiento contiguo. No tenía ganas de charla aquella mañana y lo último que quería es que alguien se sentase a mi lado. A través del cristal, observé las últimas estrellas de la noche apagándose mientras dejaban paso al amanecer.

El tren inició la marcha. Me dejé caer en el respaldo del asiento y cerré los ojos. Nunca dormía en el tren, pero estaban tan cansada… Interrumpió mi duermevela un inglés, que irrumpió en el vagón vociferando a través de su teléfono móvil. Después de los años que había vivido en el Reino Unido, reconocía el acento allá donde iba. Parecía alguien importante, aunque quizá no lo fuese: vestía un traje caro, era alto, corpulento y bien parecido. Cruzó el vagón a paso ligero y salió por la puerta de atrás, dejando que el silencio inundara de nuevo el lugar.

Entre unas cosas y otras, me había distraído, pero echando un vistazo al paisaje, ese paisaje escarpado que conocía de memoria, supe que no faltaba mucho para llegar. 

Sentí un fuerte golpe, como si el tren hubiese cogido un… ¿bache? Al segundo siguiente, noté cómo volaba de mi asiento, el portadocumentos me golpeó en la cabeza, di dos o tres tumbos por el vagón… no sabía si estaba de pie o del revés. Todo daba vueltas… y yo sólo quería que parase, que todo volviese a su lugar… y paró. Caí como un peso muerto sobre el techo, que ahora yacía sobre el suelo. Me notaba entumecida, no podía moverme. Giré la cabeza unos centímetros y vi a la anciana del cabello de algodón, inerte, apoyada contra su maleta. 

Miré por la ventana. Los primeros rayos de sol se abrían paso entre las montañas. Puse toda mi atención en tratar de escuchar, pero no oía nada: ni un quejido, ni un grito. Había una paz que en cualquier otro momento hubiera agradecido. Un teléfono comenzó a sonar a poca distancia. ¿Sería el del inglés? ¿Sería capaz de contestar e informar a alguien del accidente?

Nunca perdí la esperanza de que vinieran a rescatarme. Me mantuve fuerte durante horas, hasta el final, hasta que no pude más y caí en un profundo sueño… el último.