domingo, 24 de noviembre de 2013

Dispara, yo ya estoy muerto

Bueno, después de un par de meses dedicada a otras cosas, por fin he podido volver a la lectura. Este fin de semana me he dado una buena sesión, que ya tenía ganas, y lo he hecho con Dispara, yo ya estoy muerto, de Julia Navarro. Después de haber disfrutado con Dime quién soy el pasado invierno, me apetecía volver a leer algo de este autora y me he decidido por este libro de moda, del que, por cierto, he oído hablar muy bien.

 Esta novela, igual que en Dime quién soy, la autora se pasea por la historia del siglo XX a través de la vida de diversos personajes ficticios. En este caso, profundiza en el conflicto entre palestinos e israelíes desde sus orígenes. La verdad es que lo acabo de empezar, pero lo he cogido con ganas. Además, como me pasó con el anterior, creo que está bien escrito y su lectura me resulta muy amena. Espero que cumpla las expectativas generadas, ya os contaré.


domingo, 3 de noviembre de 2013

R.E.M.





La carcoma se abría paso entre la madera podrida. No parecía el lugar más acogedor del mundo, pero, pensándolo bien, no les importaba demasiado. Teo y Marta estaban decididos a disfrutar de unas vacaciones que necesitaban más que nunca. Aquel, más que un hotel, parecía un castillo. Tenía un toque a la vez mágico y un poco tétrico, escondido en un bosque de coníferas, apartado de todo.

Entraron en el vestíbulo. La decoración, en otra época, suntuosa, se veía un poco anticuada ya en el siglo XXI. La llegada de la recepcionista interrumpió su exhaustivo análisis del lugar.

—Buenas tardes. El señor y la señora Cardona, si no me equivoco—. La pareja asintió sorprendida. —Es la única reserva que tenemos para hoy. Éste no es un lugar muy frecuentado por estas fechas—, les informó mientras tomaba sus datos a mano con perfecta caligrafía.

La señora, ya entrada en la cincuentena, se presentó como Concha Talavera, propietaria del establecimiento. Con una amplia sonrisa, les explicó todos los servicios disponibles, les entregó la llave de su habitación y se retiró por donde había venido.

Ilustración de El Retrato Oval de iPoe
Siguiendo las indicaciones de doña Concha, giraron el primer pasillo a la derecha y ascendieron por una escalera sofisticada, hecha de madera, acompañados por los gruñidos de los peldaños a cada paso. Fue inevitable detenerse a observar el gran retrato ovalado de una joven que dominaba la estancia. El cuadro parecía tan real que ponía los pelos de punta. 

—Pensarás que estoy loca, pero juraría que la chica del cuadro se ha movido—, susurró Marta, sin quitar ojo del siniestro retrato.

—Sí, estás loca—, bromeó Teo, restando importancia a las palabras de su mujer.

Una vez en su habitación, deshicieron el escaso equipaje y se calzaron sus botas Chirucas dispuestos a aprovechar la hermosa tarde de invierno. Después de la lluvia de la mañana, a esas horas el sol empezaba a asomar entre las nubes y un inmenso arco iris nacía en el horizonte. A la bajada, de nuevo aquel misterioso cuadro les observaba incesante. “El caso es que… me resulta familiar”, pensó Teo cuando pasó por delante.

Cruzaron el vestíbulo sin captar la atención de doña Concha, que a juzgar por el ruido de cacharros, debía estar enfrascada en sus labores de limpieza. Teo tuvo un presentimiento y se giró hacia la escalera. Estiró el brazo cortando el paso a su mujer. La joven del retrato había desaparecido. El marco colgaba de la pared, vacío, aun balanceándose, carente de protagonista.

Teo y Marta se miraron, parpadearon incrédulos, dieron un paso atrás. Su primera intención fue la de largarse de aquel funesto lugar, pero Teo vio un pequeño cartel al lado del cuadro que hasta el momento había pasado desapercibido. Se acercaron agarrados de la mano, la tensión de sus cuerpos iba en aumento. El cartel rezaba: "Conchita Talavera de Olmedilla. 1956-1978".


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Teo cerró la puerta blindada de su apartamento con dos vueltas de llave. Llegaba demasiado tarde para ser martes. Le pareció ver luz procedente del dormitorio, aunque era extraño que Marta estuviera despierta a esas horas. Al final del día, ya no quedaba ni la mitad de ella. Teo se acercó a la cama, la respiración rítmica de su mujer y el libro que colgaba entre sus manos confirmaron sus sospechas. Cogió el libro con sigilo para no despertarla y ojeó la página por la que se había quedado: 

"El retrato oval, por Edgar A. Poe.

Era el retrato de una joven...

El pintor no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado… 

Al finalizar su trabajo, palideció intensamente herido por el terror: ¡estaba muerta!"