— ¡Dame eso!—, me gritó Sofía, lanzándose a por el
sobre que acababa de sacar del buzón—. ¡Es mío! ¡Dámelo ahora mismo!—. Desde
que se carteaba con ese chico, mi hermana estaba insoportable, no la reconocía.
Si aquello era el amor, yo no quería enamorarme nunca.
En plena batalla
campal, nuestro padre abrió la puerta de casa.
— ¿Qué estáis haciendo? ¿Por qué sonríes, Olga?—mi
hermana no conseguía su carta y yo no podía evitar disfrutar al verla,
histérica. Además, hacía un viento terrible y sus mechones rubios volaban sin
control hacia todos lados, dando a mi hermana una apariencia todavía más
alocada.
— Olga, por favor, dale a tu hermana la dichosa carta
y dejad de hacer ruido. Vuestra madre intenta descansar...
Hice caso a mi padre,
no quería disgustarlo. Sofía corrió hacia el piso de arriba y se encerró en el
cuarto de baño. Odiaba que la interrumpiésemos cuando leía sus cartas de amor.
Yo corrí detrás de
ella, pero no llegué a tiempo de entrar. Me dio con la puerta en las narices.
Me senté apoyando la espalda en la puerta a esperar a mi hermana, tenía todo el
tiempo del mundo.
Unos instantes
después, sentí un murmullo, un leve llanto, un dolor que intentaba ser
contenido.
— Sofi, ¿qué pasa?—, susurré con la cara pegada al
picaporte. No quería que me oyera mi padre—. Sofi, te oigo llorar. Abre la
puerta.
Casi me doy de bruces en los azulejos del baño
cuando mi hermana soltó el pestillo. Ella era tan madura, o al menos lo
parecía, a veces incluso distante, que me sorprendió verla deshecha, con una
mirada inocente envuelta en lágrimas, preguntándose qué había hecho mal para
que su mayor sueño se esfumara así, en cuestión de segundos, en unas pocas
palabras escritas a mano en un papel.
Abracé a mi hermana mayor y ella se dejó abrazar. Me
convencí de nuevo de algo que ya tenía muy claro: si aquello era el amor, no
quería enamorarme nunca.
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