Cuando llegas a lo más alto de la montaña, te
olvidas de todo. Te olvidas del frío polar, del dolor que sientes en todos los
músculos de tu cuerpo, de las dos bolas como media pelota de tenis que te han
salido en las espinillas gracias a unas botas asesinas que llevas todo el día
puestas, de que no sientes los 10 dedos de los pies desde las 10 de la mañana,
de que un tío vestido de amarillo fluorescente te ha dado con un bastón en la
cara bajando del telesilla, de que te has levantado a las 8 de la mañana, a
pesar de estar de vacaciones, de que cada vez que vas al baño tienes que
quitarte tres capas de ropa, las gafas, el gorro, los guantes, los tirantes,
bajarte el pantalón, el pantalón interior…. y volvértelo a poner todo de nuevo
cuando acabas.
Cuando llegas a lo más alto de la montaña, te
olvidas de todo. Miras hacia delante y ves un mar de montañas y nubes. El
viento te da en la cara, apenas si puedes respirar. Te subes las solapas del
abrigo, agarras con fuerza los bastones y comienzas el descenso. Nunca has
experimentado tal sensación de velocidad y libertad. Sólo escuchas el viento y el
sonido de tus esquís contra la nieve, blanca, a esas horas inmaculada, que parece nata lista para comer. ¡Qué placer
surcar con tus tablas ese trocito que todavía nadie ha pisado!
Hay gente por todas partes, pero tú crees estar
completamente sola. Te concentras en cada movimiento, en cada giro. Disfrutas…
y te dejas llevar…
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