— Un café corto, por favor —, una dosis de
cafeína me vendrá bien, pensé mientras separaba un taburete de la barra para
tomar asiento. El camarero dejó los vasos que enjuagaba en el fregadero y
se acercó a la cafetera para ponerla en marcha.
— Una noche tranquila, ¿no es así?
— Sí, señor, a estas horas pocos se dejan ver
por las calles del barrio.
— ¿Es buena época para plantar guisantes?—
dije, sin pararme a pensar.
El camarero arqueó una ceja en un
movimiento casi imperceptible. Había captado el mensaje, pensé que me
resultaría más difícil. Con discreción, me pasó una nota en un
trozo de papel al tiempo que depositaba la taza de café humeante sobre la
barra.
— Aquí tiene, caballero, su café—. El
joven volvió a su tarea en el fregadero sin levantar la vista hacia mí en
ningún momento.
La única pareja que se encontraba en el
salón en aquellos momentos estaba discutiendo, en voz baja, intentando no
llamar la atención, pero tan enfrascados en sus propios problemas que no
parecía que hubieran reparado siquiera en mi presencia. Cogí la nota que
el camarero había dejado junto al café, bajé las manos hacia el regazo y
desplegué el trozo de papel: "Espere a que nos quedemos solos y pase a la
trastienda", ponía.
Noctámbulos, de Edward Hopper |
Di un sorbo a mi bebida, disfruté de su
amargo sabor durante unos minutos. La pareja no parecía tener ganas de
marcharse, no me quedaba más remedio que armarme de paciencia. Un tema de Duke
Ellington sonaba por los altavoces. Eché un vistazo a mi
alrededor, era la primera vez que entraba a aquel salón y tenía buena pinta. El
lugar era tranquilo, estaba bastante limpio, aunque la decoración brillaba por
su ausencia.
La
discusión de la pareja con la que compartía barra había llegado a su punto más
álgido. La señorita levantó su voz a la vez que se ponía la gabardina y salía
del local. Su acompañante se apresuró a echar mano de su cartera, dejó un
billete de 10 sobre la barra y salió tras los pasos de la chica que había
cogido ya buena ventaja.
Sin
duda, era el momento. Apuré mi café de un trago y me dirigí hacia la puerta que
parecía dar con la zona privada del establecimiento. El camarero siguió con su
trabajo, aunque era previsible que aquellos fuesen los últimos clientes de la
noche.
Una luz mortecina apenas
iluminaba lo que hacía las veces de almacén. Tuve que darme unos segundos para
habituar mis ojos a aquella penumbra. Pasé con cuidado entre las cajas de
bebidas, paquetes de café y otras muchas provisiones y crucé una cortina
oscura. ¿Encontraría allí lo que había ido a buscar?
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