Nochebuena.
Era tarde y todos se habían ido a casa ya. Como
todos los años, su madre se había pasado toda la tarde en la cocina, sus tíos y
primos llegaron tarde, el abuelo Manuel tenía preparada una de sus poesías, su
padre tenía el salón completamente decorado e incluso Lilo, su inseparable
mascota, había sido ataviado con sus mejores galas… como todos los años.
Había llegado el momento de acostarse. Sólo le
faltaba un detalle: tenía que encontrar su calcetín rojo, ese que colocaba cada
nochebuena en el salón, justo al lado del árbol excesivamente engalanado, para
que Santa supiese dónde debía dejar su regalo.
Ya llevaba un buen rato revolviendo los cajones,
buscando en los altillos, en las cajas de los juguetes, cuando… ¡por fin! Allí
estaba, bajo una montaña de tentes y legos que hacía tiempo que descansaban en
el fondo de su baúl.
Se metió en la cama. Estaba nervioso, sólo podía
pensar en que este año sería diferente. No se le escaparía, tenía que verlo.
Quería preguntarle tantas cosas: ¿Cómo podía subir hasta el noveno piso, entrar
y dejar su regalo sin que nadie se enterara? ¿Y cómo podía hacer lo mismo en
casa de cada uno de sus amigos, Pedro, Javi, Marcos…?
Interrumpió sus pensamientos un ruido. Se quedó muy
quieto, atento, aguantando la respiración para intentar percibir algún otro
sonido. Nada. Sólo el silencio de la noche. Ahora dudaba de si realmente había
escuchado algo o sólo había sido su imaginación. No quedaba más remedio, tenía
que levantarse para comprobarlo.
Echó a un lado el edredón, hacía frío. Se abrazó el
cuerpo con los brazos y se aventuró descalzo hacia el pasillo. ¡Volvió a
escuchar algo! Estaba seguro, había alguien en el salón. Avanzó despacio,
alcanzó la puerta. Se le aceleró el pulso. Pensó en volver a la seguridad de su
cuarto, pero la curiosidad fue más fuerte. Abrió de golpe la puerta y lo vio: la
ventana del balcón estaba abierta y, a través de las cortinas, desaparecía una
pierna vestida de rojo, el pie cubierto con una bota negra, la silueta de un
hombre corpulento se desvanecía entre las luces y sombras de la noche. El árbol
todavía se movía. Su calcetín rojo estaba lleno a rebosar. Se sintió especial,
orgulloso. Iba a ser la envidia entre todos sus amigos. Sí, lo había
conseguido: había visto a Santa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario