A los 12 años, cambió de escuela. Don
Otilio sí que era la caña. Atención al cuarto párrafo:
Ya
tenía doce años cuando dejé de ir a la escuela del tío Juan, porque mis padres
me mandaron para que aprendiese más a un colegio regido por un maestro, que
Otilio se llamaba, que había cursado sus estudios en Madrid. Además de ser
maestro, era en sumo grado un excelente ebanista. El único defecto, o mejor
dicho desgracia, que tenía era que estaba un poco sordo, cuyo motivo le
prohibía ser maestro nacional, pero trabajador y enseñar con superior interés,
como él solo.
Íbamos
a su escuela unos dieciocho o veinte. Pagábamos doce pesetas mensuales. Tal
interés tenía él por enseñarnos y nosotros por aprender, que no salíamos de la
escuela o del taller que había dedicado a ebanistería para los ratos que tenía
libres, ya fuese día de clase o festivo. Por las mañanas, particularmente en el
verano, mucho antes de que se viera, ya estábamos en la puerta y llamábamos a
la ventana de su dormitorio para que nos diese la llave. Nosotros sentíamos
tenerlo que despertar tan temprano y acordamos que nos dejase la llave debajo
de las portadas en el gaterón, como vulgarmente se dice. Él se levantaba a eso
de las siete o las ocho, desayunaba y comenzaba la clase, preguntando y
explicando prácticamente la lección que había enseñado el día anterior.
En
otoño, los jueves si los hacía buenos, salíamos de paseo o bien a recoger leña,
ya que lo hacíamos como si fuese deporte, corteza de pino y las piñas secas que
había por el suelo, para luego en el invierno encender la estufa que teníamos
en la escuela. Como tanto interés tenía porque aprendiésemos y que no fuesen
unos más atrasados que otros, les prohibía a los padres que quitaran a los
hijos de la escuela ni para unos momentos. En el pueblecillo, como era chico,
todos nos conocíamos y sabíamos donde vivía cada cual y en cuanto empezaba la
clase ya sabíamos quién faltaba. Inmediatamente nos decía Don Otilio “¡Id a su
casa a por él y traédmelo de una oreja!”. Acto seguido era cumplida la orden.
Si no se hallaba en cama y es que se lo había llevado su padre para que le
ayudase en alguna faena imprescindible del campo, luego en el café o donde
viese a su padre, el maestro ya le tenía el broncazo y le decía que fuese la
última vez que se lo quitaba de la escuela.
En
lo referente a la limpieza corporal de sus alumnos era sumamente severo,
principalmente con las manos y la cara. Si alguna vez iba sin lavarse alguno,
ya fuese verano o invierno, el maestro le hacía, como al que antes de matarlo
le hacen que se haga el hoyo para después enterrarlo, que sacase agua del pozo
para lavarse y por toalla para secarse una cortina de saco que había sobre una
de las puertas. Ya se guardaría otra mañana de ir sin lavarse. Esto servía de
ejemplo a los demás.
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