Hace unos días, me comentó mi tío si le había echado
un vistazo a un pequeño cuaderno que me dejó unos meses atrás. Se trata de un
breve diario que mi abuelo escribió cuando tenía unos 20 años, uno de esos
tesoros que tenemos justo delante de nuestras narices y ni siquiera somos
conscientes de ello.
Ayer lo leí y, de nuevo, tal y como me pasó como su diario de guerra, me hizo reír a carcajadas, alucinar con cómo han cambiado las
cosas en estos 80 años, y dejar escapar alguna lágrima (alguna de tanto reír,
alguna otra de tristeza).
Estoy transcribiéndolo para evitar que pueda
perderse y para compartirlo con la familia, con sus hijos y sus nietos, a los
que seguro les gustará. Os dejo algunos fragmentos:
APUNTES DE MI JUVENTUD, por MIGUEL GONZÁLEZ GIMÉNEZ
5 de noviembre de 1939
En
la provincia de Albacete a unos 40 kilómetros de la capital y en el centro de
una regular extensión de terreno llano, se encuentra, casi envejecido, un
pueblecillo de escasa importancia, pero sí humanitarios, honrados y
trabajadores todos los habitantes que lo pueblan, y viven semifelices, por ser
en su mayoría familias que se han ido enlazando a través de los años. Cultivan
con esmero y vocación la tierra, ya que de ella depende el sustento y regular
bienestar de todos sus habitantes en general.
En
este pueblecillo, cuyo nombre no cito porque acuden recuerdos a mi mente que
casi me hacen llorar, honrado y laborioso, nací de padres labradores de mediana
posición, en el año 1919. Era yo el segundo hijo. El anterior, que había sido
una niña, murió unos años antes de mi nacimiento. Como todos los padres que
tienen un solo hijo, yo también era mimado y con algunas consideraciones.
Pasaron
los primeros años de mi niñez y cuando ya tenía siete años, mis padres me
mandaron a la escuela, regida por una maestra, sumamente gruesa, a la cual
íbamos mezclados varones y hembras. Cosa de tres años estuve yendo a la
mencionada escuela mixta, en la cual aprendí algo de escribir y leer
deficientemente, pues la señora maestra no se preocupaba en gran manera porque
aprendiésemos.
Por
aquel entonces, el tío Juan, que así se llamaba el sacristán de la iglesia,
hombre que apenas medía 1,10 de altura y bastante regordete, puso en su casa
una escuela, regida por él mismo, amueblada con diez o doce sillas rústicas,
una mesa basta y un trozo de hule ennegrecido que servía de pizarra. A la
escuela del minúsculo sacristán y maestrillo me enviaron mis padres. A ella íbamos
ocho o diez chicos, que pagábamos tres o cuatro pesetas mensuales, que ayudaban
al sustento y avance de la vida del sacristancejo y su esposa.
El
tío Juan era bastante inteligente, pues sabía regular de bien las cuatro reglas
y algunos problemas de otras reglas, así como también escribir y leer medianamente,
alguna y variada geografía de España y Europa y de las demás partes del mundo.
En total, que el minúsculo sacristán entendía de todo un poco y en todas las
reuniones que él estaba disentía en voz alta, dando pruebas y explicaciones de
esto o de lo otro. Parecía un nuevo Salomón, pues como ya digo, daba
empollaciones de geografía, tanto astronómica como de la tierra, algunas veces
de matemáticas y, sobre todo, de Historia Sagrada o Religión, ya que en esta
materia no había quien le reprochara.
Vivía
el señor maestro en su casa-escuela frente a una elevada pared, que era la
espalda de la iglesia, enlucida convenientemente ex profeso para el juego de
pelota. Recuerdo que cierto día estando jugando a la pelota algunos de los que
íbamos a su escuela, dieron un gran disgusto al tío Juan, que se hallaba en la
puerta de su casa al sol leyendo. El caso fue motivado porque la pelota fue a
dar casualmente en la semicalva cabeza del menudo maestro. Tan rápido como sus
músculos se lo permitieron, se levantó enfurecido, mascullando no se qué, y con
las manos a la cabeza se dirigió a los que jugaban a la pelota, pero éstos
emprendieron veloz carrera en varias direcciones, huyendo de que las regordetas
y pequeñas manos del tío Juan les cogieran y les propinasen unos cuantos y
acertados mamporros de los que él acostumbraba a dar. Claro es que los chicos
tenían más ligeros los pies y no pudo coger a ninguno, pero tenía no muy buen
genio y las cosas no las dejaba olvidar. Se quedó diciéndoles en voz alta que
sin correr les había de coger. El resultado fue que aquella tarde no acudió
ninguno de los que le dieron con la pelota al señor maestro. Pero a la mañana
siguiente, aunque amilanados y recelosos, se presentaron en la escuela. Al
instante, pues como ya he dicho, el tío Juan no era olvidadizo, empezó a
vociferar y, encarándose con ellos, acto seguido les propinó unos mamporros y
varios tirones de orejas. Todos ellos derramaron gruesas lágrimas. Toda la
mañana se la pasó refunfuñando con ellos y, de vez en cuando, les recordaba el
daño que le habían hecho con un tirón de orejas.
A
pesar de que tenía muy mal genio, el tío Juan enseñaba lo poco y variado que
sabía. En cuanto salía alguno a la pizarra, ya podía andarse con cuidado y no
equivocarse, pues de lo contrario, el tortazo era casi seguro. Idénticamente ocurría
cuando se echaba algún borrón en el cuaderno. Sus deberes con la Iglesia los
cumplía estrictamente y con gratitud los domingos y días festivos.
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