domingo, 4 de mayo de 2014

Apuntes de su juventud



Hace unos días, me comentó mi tío si le había echado un vistazo a un pequeño cuaderno que me dejó unos meses atrás. Se trata de un breve diario que mi abuelo escribió cuando tenía unos 20 años, uno de esos tesoros que tenemos justo delante de nuestras narices y ni siquiera somos conscientes de ello. 

Ayer lo leí y, de nuevo, tal y como me pasó como su diario de guerra, me hizo reír a carcajadas, alucinar con cómo han cambiado las cosas en estos 80 años, y dejar escapar alguna lágrima (alguna de tanto reír, alguna otra de tristeza). 

Estoy transcribiéndolo para evitar que pueda perderse y para compartirlo con la familia, con sus hijos y sus nietos, a los que seguro les gustará. Os dejo algunos fragmentos:


APUNTES DE MI JUVENTUD, por MIGUEL GONZÁLEZ GIMÉNEZ 
5 de noviembre de 1939
 
En la provincia de Albacete a unos 40 kilómetros de la capital y en el centro de una regular extensión de terreno llano, se encuentra, casi envejecido, un pueblecillo de escasa importancia, pero sí humanitarios, honrados y trabajadores todos los habitantes que lo pueblan, y viven semifelices, por ser en su mayoría familias que se han ido enlazando a través de los años. Cultivan con esmero y vocación la tierra, ya que de ella depende el sustento y regular bienestar de todos sus habitantes en general.
En este pueblecillo, cuyo nombre no cito porque acuden recuerdos a mi mente que casi me hacen llorar, honrado y laborioso, nací de padres labradores de mediana posición, en el año 1919. Era yo el segundo hijo. El anterior, que había sido una niña, murió unos años antes de mi nacimiento. Como todos los padres que tienen un solo hijo, yo también era mimado y con algunas consideraciones.
Pasaron los primeros años de mi niñez y cuando ya tenía siete años, mis padres me mandaron a la escuela, regida por una maestra, sumamente gruesa, a la cual íbamos mezclados varones y hembras. Cosa de tres años estuve yendo a la mencionada escuela mixta, en la cual aprendí algo de escribir y leer deficientemente, pues la señora maestra no se preocupaba en gran manera porque aprendiésemos.

Por aquel entonces, el tío Juan, que así se llamaba el sacristán de la iglesia, hombre que apenas medía 1,10 de altura y bastante regordete, puso en su casa una escuela, regida por él mismo, amueblada con diez o doce sillas rústicas, una mesa basta y un trozo de hule ennegrecido que servía de pizarra. A la escuela del minúsculo sacristán y maestrillo me enviaron mis padres. A ella íbamos ocho o diez chicos, que pagábamos tres o cuatro pesetas mensuales, que ayudaban al sustento y avance de la vida del sacristancejo y su esposa.
El tío Juan era bastante inteligente, pues sabía regular de bien las cuatro reglas y algunos problemas de otras reglas, así como también escribir y leer medianamente, alguna y variada geografía de España y Europa y de las demás partes del mundo. En total, que el minúsculo sacristán entendía de todo un poco y en todas las reuniones que él estaba disentía en voz alta, dando pruebas y explicaciones de esto o de lo otro. Parecía un nuevo Salomón, pues como ya digo, daba empollaciones de geografía, tanto astronómica como de la tierra, algunas veces de matemáticas y, sobre todo, de Historia Sagrada o Religión, ya que en esta materia no había quien le reprochara.
Vivía el señor maestro en su casa-escuela frente a una elevada pared, que era la espalda de la iglesia, enlucida convenientemente ex profeso para el juego de pelota. Recuerdo que cierto día estando jugando a la pelota algunos de los que íbamos a su escuela, dieron un gran disgusto al tío Juan, que se hallaba en la puerta de su casa al sol leyendo. El caso fue motivado porque la pelota fue a dar casualmente en la semicalva cabeza del menudo maestro. Tan rápido como sus músculos se lo permitieron, se levantó enfurecido, mascullando no se qué, y con las manos a la cabeza se dirigió a los que jugaban a la pelota, pero éstos emprendieron veloz carrera en varias direcciones, huyendo de que las regordetas y pequeñas manos del tío Juan les cogieran y les propinasen unos cuantos y acertados mamporros de los que él acostumbraba a dar. Claro es que los chicos tenían más ligeros los pies y no pudo coger a ninguno, pero tenía no muy buen genio y las cosas no las dejaba olvidar. Se quedó diciéndoles en voz alta que sin correr les había de coger. El resultado fue que aquella tarde no acudió ninguno de los que le dieron con la pelota al señor maestro. Pero a la mañana siguiente, aunque amilanados y recelosos, se presentaron en la escuela. Al instante, pues como ya he dicho, el tío Juan no era olvidadizo, empezó a vociferar y, encarándose con ellos, acto seguido les propinó unos mamporros y varios tirones de orejas. Todos ellos derramaron gruesas lágrimas. Toda la mañana se la pasó refunfuñando con ellos y, de vez en cuando, les recordaba el daño que le habían hecho con un tirón de orejas.
A pesar de que tenía muy mal genio, el tío Juan enseñaba lo poco y variado que sabía. En cuanto salía alguno a la pizarra, ya podía andarse con cuidado y no equivocarse, pues de lo contrario, el tortazo era casi seguro. Idénticamente ocurría cuando se echaba algún borrón en el cuaderno. Sus deberes con la Iglesia los cumplía estrictamente y con gratitud los domingos y días festivos.


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