El ascensor estaba
estropeado. Con lo cansado que estaba a esas horas de la noche, me disgustó la idea de subir andando los ocho pisos
con sus ciento sesenta y seis escalones. Los había contado en más de una ocasión.
En el edificio reinaba la calma, era
tarde y probablemente todos los vecinos dormían o se disponían a hacerlo. Sólo
se escuchaban mis pasos. Cincuenta y ocho. Cincuenta y nueve. Parecía que no
iba a llegar nunca. Quizá si no contara cada escalón y me distrajese pensando
en algo bonito… Ochenta. Ochenta y uno. El dolor de piernas quería obligarme a
parar, pero ya quedaba tan poco. Me faltaba el aliento. Tenía que dejar de
fumar, pero tendría que proponérmelo con firmeza, porque lo había intentado en
tantas ocasiones que era un misterio
cómo no lo había conseguido todavía. Ciento doce. Ciento trece. Ciento catorce. Sí,
definitivamente, tenía que dejar de fumar. Y hacer más ejercicio. Cualquier día
de estos me armaría de valor, me compraría unas buenas zapatillas y me
apuntaría al gimnasio. Ciento sesenta y cinco… y ciento sesenta y seis. Apoyé
las manos sobre las rodillas y descansé unos segundos. Sólo podía pensar en
quitarme toda la ropa y meterme por fin en la cama. Llegué a la puerta de casa.
Octavo derecha. Metí la mano hasta el fondo del bolsillo. No podía ser cierto.
La llave no estaba allí. Me la había
dejado olvidada en el coche, aparcado en la calle, en la planta baja, ocho pisos
más abajo, ciento sesenta y seis escalones atrás.
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