29 segundos y
medio es la mitad de 59 segundos. En un espacio tan breve de tiempo apenas
pueden ocurrir cosas importantes. Es el tiempo que tarda en calentarse un vaso
de leche en el microondas, o lo que tarda mi portátil en arrancar. En 59
segundos hay mañanas que me sobra tiempo para vestirme, aunque hay otras en las
que necesitaría 59 horas. Hay espacios publicitarios en televisión que duran
más...
… pero 59
segundos fueron suficientes para que mi vida dejase de ser vida, y se
convirtiese en un abismo.
Miguel llegaba
al aeropuerto a las 8 de la tarde. Sólo llevaba fuera tres días y había dejado
el coche allí para que no tuviera que ir a buscarlo, pero no me pude resistir a
acercarme a la terminal de llegadas. La espera, sola en casa, se habría hecho
interminable. Su avión llegó puntual, incluso unos minutos antes de la
hora prevista. Después de ver desfilar a un centenar de pasajeros, apareció
tirando de su pesada maleta. Se acercaba rápidamente hacia mí sin verme, concentrado
en su equipaje. Por fin, levantó su mirada, que se cruzó con la mía, y la
sonrisa que llevaba tres días añorando me besó los labios.
— ¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras… — me dijo, mientras me
abrazaba la cintura y su nariz se perdía en mi cuello. Lo decía por decir, yo
sabía que le gustaban tanto los recibimientos como odiaba las despedidas.
Con la maleta
en una mano y yo en la otra, salió decidido hacia el aparcamiento. Guardó el
equipaje en el maletero, se quitó el abrigo que colocó con suavidad en el
asiento del acompañante y de nuevo me besó, como si faltase una eternidad para
llegar a casa, en lugar de un cuarto de hora de autovía.
Esperó con el
coche en marcha a que mi Renault saliese delante de él. Siempre lo hacía,
“prefiero ir detrás, vigilándote”, me decía, con esa mirada pícara que me había
enamorado años atrás. Salimos del aparcamiento, nos incorporamos a la
autovía. Había tráfico, aunque era fluido. Lo perdí de vista un par de veces, a
pesar de miraba más al retrovisor que a la carretera. Volví a localizarlo unos
cuantos coches por delante de mí.
Miguel puso el
intermitente para coger la siguiente salida, "Centro ciudad". Yo le
seguí de cerca. Recorrimos buena parte de la circunvalación a buen ritmo, hasta
que un semáforo que brillaba en rojo nos obligó a detenernos. Sintonicé la
radio en el dial 90.2 y una Bohemian
Rapsody a todo volumen rompió el silencio del interior de mi coche. Supuse
que Miguel también escuchaba esa misma emisora, porque noté como movía su
cabeza de un lado a otro e intuí que había empezado a formar un dueto con
Mercury. 29 segundos y medio.
El hombrecillo
verde del semáforo comenzó a parpadear. Miguel levantó el pie del embrague y el
coche inició lentamente la marcha. La rapsodia llegaba a su punto álgido. Estoy
segura de que ni siquiera se dio cuenta de que un Golf a 80 kilómetros por hora
se saltó su semáforo en el último segundo del color ámbar y se empotró en el
frontal de su querido Megane. Perdí la cuenta de las vueltas que dio sobre sí
mismo, ya no podía contar, ni hablar, ni pensar. No recuerdo haber salido del
coche, corrido a su lado, gritado su nombre. Sólo recuerdo una acalorada pelea con
el conductor del descontrolado Golf, en la que le pegué puñetazos en el pecho,
patadas en las piernas. Al rato me di cuenta que aquello no era un pelea, él no
atacaba, ni se defendía. Mis golpes no le dolían porque aquel pobre chico ya
estaba roto.
59 segundos es
lo que dura un semáforo en rojo. Ahora lo sé. Nunca antes me había parado a
pensar en ello.
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