
Un niño interrumpió su soledad.
Pasó distraído por el camino de tierra a pocos metros del banco y, sin previo
aviso, sin preguntar siquiera, se sentó a su lado. Vestía ropa de boy scout.
Llevaba pantalón corto a pesar de que ya empezaba a refrescar y unas grandes
gafas de pasta, demasiado grandes para él, le resbalaban continuamente por la
nariz.
— Hola. ¿Es usted doctora? —le
preguntó fijándose en la bata blanca, inmaculada, que vestía.
— Sí, bueno… —el chico la miraba
con interés, pero ella dudó antes de continuar. No le apetecía dar
explicaciones y menos a un niño al que no conocía de nada—. ¿Vives por aquí
cerca?—María se abrochó los botones de la bata e hizo ademán de levantarse.
— No lo sé —le
contestó el niño.
María empezó a sentirse un poco
incómoda. Sabía que aquel pequeño boy scout no iba a hacerle daño, pero
había algo extraño en él que la desconcertaba.
— ¿Cómo que no lo sabes? ¿Estás
solo? Habrás venido con tus amigos, o con tus padres. Seguro que están por aquí
cerca —. María, ya de pie, miró a su alrededor. En algún lugar de aquel parque
debía haber alguien buscando a ese niño.
— Se parece mucho a alguien que
conozco. ¿No tendrá una hermana mayor? — le preguntó el niño, mientras se ponía
de pie también. Si María daba un paso para separarse de aquel banco, el chico
daba un paso en dirección a ella.
— No, no tengo hermanas. Dicen que
todo el mundo tiene un doble en alguna parte... Verás, no quiero dejarte aquí
solo, pero tengo que irme. Vamos a buscar a tus padres antes de que sea más
tarde. Seguro que estarán preocupados… —María cogió la mano del chico y comenzó
a andar por el camino de tierra. Le incomodaba un poco su manera de mirarla y
quería irse de allí, pero le daba pena dejarlo solo. Sus padres se llevarían un
buen susto cuando se dieran cuenta de que se había perdido.
— No pueden
estar preocupados. Mis padres están muertos—, le dijo el chico, dirigiendo su
mirada al suelo. María se quedó helada—. Mi padre murió cuando yo era pequeño.
Mi madre, hace unos días, en el hospital… —le contó con un hilo de voz.
El niño se subió las gafas por
enésima vez y unos pequeños ojos pardos la miraron a través de ellas. Se
llamaba Marcos, llevaba su nombre bordado en la solapa de su camisa. “¿Marcos?
Terrible casualidad”, pensó.
— Marcos, sé que estás muy triste
y que no te sientes bien. Dime dónde vives y te acompañaré. No te preocupes, en
un ratito estarás en casa, con tu familia.
— Mi mamá tuvo un accidente con el
coche. La llevaron corriendo al hospital…
— Marcos, ¿cómo se llama tu mamá?
—, apretaba con fuerza el periódico entre sus brazos. No podía creer que aquel
niño fuera su hijo...
— Flora. Mi
mamá se llamaba Flora.
María sintió vértigo, un dolor
tremendo cruzó su estómago. Flora… Flora… el nombre que daba vueltas y vueltas
en su cabeza… aquella chica que murió en sus brazos en el
hospital hacía unos días… Flora fue su última paciente. No había reunido
todavía las fuerzas para volver… y no sabía si llegaría a conseguirlo.
— ¡Marcos!
¡Maaaarcos! —, una voz masculina la devolvió a aquel parque.
Un hombre no mucho mayor que ella
hacía señas al niño a lo lejos. El boy scout le estiró de la bata,
obligándole a agacharse hasta su altura, y le susurró al oído:
— No se preocupe,
María. No fue culpa suya.
María observó al niño alejarse,
preguntándose cómo habría llegado hasta ella. Al fondo, tras una espesa
arboleda, asomaba la azotea del hospital. Echó un último vistazo al coche
destrozado en la portada del periódico… Era hora de volver al trabajo.